Una fría mañana de noviembre, tras un penoso viaje en barco, un anciano desembarca en un país que podría ser Francia, donde no conoce a nadie y cuya lengua ignora. El señor Linh huye de una guerra que ha acabado con su familia y destrozado su aldea. La guerra le ha robado todo menos a su nieta, un bebé llamado Sang Diu, que en su idioma significa «Mañana dulce», una niña tranquila que duerme siempre que el abuelo tararee su nana, la melodía que han cantado durante generaciones las mujeres de la familia. Instalado en un piso de acogida, el señor Linh sólo se preocupa por su nieta, su única razón de existir hasta que conoce al señor Bark, un hombre robusto y afable cuya mujer ha fallecido recientemente. Un afecto espontáneo surge entre estos dos solitarios que hablan distintas lenguas, pero que son capaces de comprenderse en silencio y a través de pequeños gestos. Ambos se encuentran regularmente en un banco del parque hasta que, una mañana, los servicios sociales conducen al señor Linh a un hospicio que no está autorizado a abandonar. El señor Linh consigue, sin embargo, escapar con Sang Diu y adentrarse en la ciudad desconocida, decidido a encontrar a su único amigo. Su coraje y determinación lo conducirán a un inesperado desenlace, profundamente conmovedor.
Se trata de un libro lleno de ternura, sobre todo lleno de humanidad, con el que se puede reir, llorar e incluso estremecerse por unas frases llenas de lirismo. Una historia maravillosa, amena y de lectura rápida, apenas 120 páginas. Lo que más me emocionó es esa capacidad que tenemos los seres humanos de aferrarnos a cualquier motivo que merezca la pena para poder seguir viviendo. Entrañable la relación que surge entre el senor Linh y el señor Bark pese a la incomprensión del idioma. Y, ¿qué decir del final?..., mejor leer el libro.
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